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JUECES A LA CARTA

Foto del escritor: Pablo GeaPablo Gea

Es muy seguro que, moralmente, tanto Errejón como Rubiales merecen que los condenen. Uno por golfo y otro por hipócrita. Pero una cosa es eso y otra cosa es pervertir la limpieza de los procedimientos judiciales para enjuiciar o condenar en función de a qué grupo pertenezcan el denunciante y el denunciado.


HUELVA, 6 DE FEBRERO 2025.


Los casos de Jennifer Hermoso y de Íñigo Errejón vuelven a poner, gracias a la acción gubernamental, a los jueces y al sistema judicial en el candelero. Las declaraciones que han salido a la luz, tanto en un caso como en otro, han desatado opiniones polarizadas a favor y en contra de la actuación de los magistrados. Aquí hay que hacer un inciso para precisar algo: un proceso penal tiene dos partes (o dos sub-procedimientos), la instrucción y el juicio penal propiamente dicho. La instrucción es la fase de investigación judicial, en la que el juez instructor dispone las acciones necesarias para esclarecer los hechos (entre ellas, el interrogatorio del denunciante y del denunciado), pudiendo actuar los abogados de una parte y de otra. Al final de esta, el juez decide si existen indicios de criminalidad suficientes contra el investigado (antes imputado) como para decretar la apertura de juicio oral, o por el contrario sobreseer y archivar el caso. El juicio penal es eso mismo, el juicio al que se somete al ahora acusado, que puede concluir con su condena o su absolución. Importante: el juez sólo puede condenar dentro del rango de penas solicitadas por las acusaciones particulares y por el Ministerio Fiscal. Nunca a más, y nunca según un criterio caprichoso y a placer.

 

Dicho esto, hay que aclarar que el asunto de Errejón se encuentra ahora en fase de instrucción, mientras que el de Jenni Hermoso lo está en juicio oral. En otras palabras, Errejón está imputado y Rubiales está acusado. Al primero pueden pasarle el asunto a juicio o archivarlo, mientras que al segundo pueden condenarle o absolverle. Lo que sí comparten en común los dos procedimientos es la facultad del juez para dirigirlo, preguntar, dar la palabra o cortarla cuando lo considere conveniente. Lo cual implica interrogar de manera prospectiva cuando así es necesario, lo mismo que impedir que los testigos, los acusados o los propios denunciantes aprovechen la sala para dar discursos que nada tienen que ver con lo que se les pregunta.

 

Cuando yo como letrado realizo un interrogatorio, lo hago para obtener una información o para contrastar una que ya tuviera anteriormente, no para dar espacio para que la persona que tengo delante pueda expresarse como le venga en gana. Los juzgados no son tribunas políticas libres a las que uno va a expresar lo que piensa. Los procedimientos judiciales, sean los penales o los que cualquier otro orden, siguen una lógica y unas normas que sujetan a todos, sean quienes sean. Lo que quiere decir que, ante la ley y ante el juez, todos son iguales. Se sea hombre o mujer, negro o blanco, español o extranjero, etc. Se evalúa, en estos casos, si existen indicios razonables de comisión delictiva y, si esto es así, si estos indicios bastan para condenar a quien se sienta en el banquillo por un delito recogido en el Código Penal. Y no hay más.

 

Por eso, los comentarios que ahora pululan por quienes no han pisado una sala en su vida ni han ejercido el Derecho demuestran la permeabilidad del planteamiento totalitario y supremacista por el que, en función de a qué categoría pertenezca uno, en sala hay que tratarle de manera diferente. Me explico: la lógica de que la mujer tiene que ser creída sí o sí es un atentado conta la libertad de partes en el proceso, al igual que una discriminación severa en función del sexo y del género. Porque, de asumirla como correcta estaríamos diciendo que la declaración de una mujer vale más que la de un hombre, y que esta declaración bastaría por sí misma para desvirtuar la presunción de inocencia, llevando a la condena del denunciado hombre por el mero hecho de que la mujer denunciante declarase contra él. Tanto el Tribunal Supremo como el Tribunal Constitucional, por presiones políticas sin duda, se han contagiado cada vez más de esta nefasta interpretación, dando lugar condenas totalmente rocambolescas y sin sustento probatorio alguno o, como mínimo, dudoso. Para romper la presunción de inocencia hay que probar las acusaciones que se hacen, y no colocar al denunciado ante la probatio diabólica de tener que acreditar un negativo. Lo cual es imposible.

 

Es muy seguro que, moralmente, tanto Errejón como Rubiales merecen que los condenen. Uno por golfo y otro por hipócrita. Pero una cosa es eso y otra cosa es pervertir la limpieza de los procedimientos judiciales para enjuiciar o condenar en función de a qué grupo pertenezcan el denunciante y el denunciado. Lo cual nos lleva a los interrogatorios. Es absolutamente lógico que tanto el juez como los fiscales y los abogados traten de poner a quienes así lo consideren contra la espada y la pared. Si hay que esclarecer si una denuncia es falsa o no, o por el contrario si una coartada es verídica o deja de serlo, los profesionales utilizan su artillería dialéctica para ello. Es algo, aunque parezca extraño, dirigido a garantizar la tutela judicial efectiva. Yo como abogado tengo la facultad y la obligación, siempre dentro del respeto y las formas, de presionar a un denunciante, a un acusado o a un testigo para obtener la verdad o, al menos, lo que entiendo que favorece a mi cliente. Al igual que el juez y el fiscal hacen la propio para hacerse una idea clara del asunto el primero, y para sostener sus pretensiones el segundo. Es algo lícito y limpio.

 

Lo que no puede concebirse es que exista una tendencia política que plantee ahora limitar la capacidad de los actores jurídicos (jueces, fiscales y abogados) para interrogar como consideren conveniente. Si alguien se pasa de la raya, ahí está el juez para intervenir y reconducir el tema. Pero no pueden quienes quieren destruir la independencia del Poder Judicial exigir ahora que se desarrolle un trabajo profesional en función de la agenda política de turno. Porque ninguno de los que nos dedicamos a estos somos siervos del poder, sino el último valladar que le queda al individuo para defender sus derechos frente a la arbitrariedad del Estado.

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